viernes, 26 de agosto de 2011

La memoria semántica funcional

Existe algo que los especialistas en neurolingüística y lingüística denominan procesamiento cognoscitivo de información. Es un nombre rimbombante para algo tan simple como decir: “cómo es que pensamos lo que pensamos y actuamos en consecuencia”.

El procesamiento cognoscitivo de información implica, en primer término el establecimiento de una macroestructura del discurso que el oyente determina ante un hecho; un ejemplo burdo es: puestos de pie frente a un mostrador en el que el vendedor acaba de entregar a un cliente dos paquetes de salchichas, se le llama la atención al vendedor y se le dice cortésmente: “Me da a mi dos también, por favor”, con ello es más que suficiente para que todos los implicados en ese reducido circuito de comunicación entiendan que usted pide dos paquetes de salchichas, de “esas” salchichas. Ese sería un procesamiento simple en muchos sentidos.

Un procesamiento cognoscitivo complejo supone la concatenación de más de una macroestructura, de las reglas que se deben de considerar en cada una de ellas y de los objetivos (conscientes o inconscientes) que tengamos comprometidos en ellas. Todo esto junto construye en un sujeto, según Teun A. Van Dijk, uno o varios hechos en una memoria semántica funcional, un tipo de guión mental, que se elabora y reelabora en microsegundos, que determina lo que ya se tiene, lo que se espera tener y cómo actuar en consecuencia. Van Dijk lo explica en función del discurso.

Realmente nunca somos cabalmente conscientes de nuestra memoria semántica funcional cuando estamos inmersos en los intercambios coloquiales; aprendemos a “comportarnos” en sociedad, en familia, en el trabajo y en la calle, y a comunicarnos sin pensar muy a fondo en cómo son nuestras comunicaciones.

El caso es que la memoria semántica funcional es sumamente reducida y está cimentada sobre de una gran cantidad de información y esquemas previos (marcos singulares de conocimientos, normas propias de coherencia, conexiones semánticas personales, etc.). Van Dijk ofrece un dato concreto al respecto, la capacidad de esta memoria no es de más de siete trozos de información semántica, sólo siete. Esta información se sopesa, evalúa y sintetiza en un parpadeo (sobre todo cuando la comunicación es oral e informal); de este proceso se arroja una macroproposición (sólo una), que va dando sentido al discurso, y que integrará al siguiente bloque de información semántica, y así sucesivamente mientras dure la comunicación. El proceso es un ciclo.

La información que se considera que ya no se necesita para comprender nuevas oraciones (que se crea que eso ya está dicho), se pasa de largo, y sólo se empieza a poner atención en la nueva información.

Pueden pasar dos cosas, o que todo el discurso se considere tan repetitivo que ya no creamos necesario incrementar con información nueva ese intercambio (lo cual podría aburrirnos o disgustarnos), o que se incluya tanta información nueva que sea imposible integrarla adecuadamente, vaya, como en cualquier computadora, la memoria se satura (lo cual también podría generar disgusto o al menos desconcierto). En cualquiera de los dos casos ya no se admite más información.

En estudios complejos que se han hecho sobre el funcionamiento de la memoria semántica, se muestran varias oraciones a ciertas personas. Frases muy concretas, aparentemente sencillas. Después de un mes dichas personas no recuerdan más del 30% de lo que leyeron, casi ninguna recuerda exactamente una oración (se describe el tema o el asunto principal), y las oraciones que se recuerdan están dentro del campo de los intereses de cada persona. Además, si se les previene sobre la prueba que se hará después recuerdan un poco más, si no se les advierte que deben conservar esa información, difícilmente tratan de conservarla; sin embargo la diferencia no es abismal entre ambos grupos. Otro aspecto que reveló el estudio es que la memoria semántica funcional está intrínsecamente vinculada a culturas específicas.

Sin ir mucho más allá, porque esta disertación tiene tantas aristas y variables que podríamos enfrascarnos años en esto, y arriesgándome en caer en un reduccionismo ingrato, considero que es porque así funciona nuestra memoria semántica funcional mexicana, que la divulgación de la ciencia en nuestros medios masivos de comunicación es tan reducida y tiene tan bajo impacto. Es difícil permear marcos tan establecidos, con los que nacemos y vivimos día a día, y con los que en general valoramos que estamos bien, por eso no los cambiamos.

Muchos mexicanos no visitamos más museos, porque creemos que en la mayoría hay “más de lo mismo”, no leemos más libros porque en muchos libros “se escribe lo mismo”, no asistimos a más espectáculos culturales porque todos “son lo mismo”, y finalmente la ciencia “es la misma”: difícil, aburrida y de unos pocos.

Uno de los asuntos de fondo es que como divulgadores seguimos mostrando a la ciencia como un objeto, un producto terminado, más que como un proceso; no la mostramos como “algo” que las personas puedan integrar a su vida completa, sino como “algo” que simplemente es un gran cúmulo finito de datos (punto menos que dogmas), “algo” que conectan o desconectan, toman o no toman, utilizan o no utilizan, pero que si está o no está no implica gran diferencia, y en la que no tenemos ninguna participación.

Cuando podamos crear discursos de divulgación científica con los que hagamos sentir que la ciencia es parte de nuestras vidas e instemos al receptor a integrar siempre nueva información; información que vaya más allá que datos que lo conviertan en un sabiondo adicto al Discovery Channel; información con sentido integrada a sus decisiones de vida, entonces y sólo entonces, estaremos haciendo una nueva divulgación de la ciencia… no sé si eso será posible o realista… pero de eso hablaremos después.

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