martes, 6 de septiembre de 2011

Cuando la vida pende de un hilo… discursivo

El conductismo apareció primero como una teoría psicológica y después migró a la educación y a algunos otros campos de estudio. El experimento paradigmático del conductismo lo realizó Iván Petróvich Pavlov, quien formuló la ley del reflejo condicionado. Tomó a varios perros y condicionó la respuesta de salivación por el alimento que recibían al mismo tiempo que escuchaban un sonido; una vez establecida la conducta, aunque no se les presentara comida con sólo escuchar el sonido los perros respondían con salivación.

El conductismo ha sido criticado en las últimas dos décadas, sobre todo porque se vincula estrechamente a una propuesta que acota drásticamente la libertad humana y en muchos sentidos anula la voluntad personal.

El discurso del conductismo se ciñe en muchos sentidos al denominado discurso instruccional, que siendo muy reduccionista es un: “Usted no piense, sólo siga las instrucciones”. Ese lineamiento general parece coherente con un ejército, pero no es aparentemente útil en otros campos. Pero el discurso instruccional conductivista puede ser no sólo útil, sino vital.

¿Ha entrado a una mina? ¡Son impresionantes! Cuando uno apaga la luz del casco en cualquier labor de la mina la sensación es sofocante y puede ser desconcertante. Aún teniendo la mano pegada a los ojos no se ve, ¡en verdad no se ve nada! Y si no hay actividad cercana, tampoco escuchara algo. Cuando hay sonido el ruido es atronador, y entre el humo, el polvo, el calor y el estrés nadie se puede permitir un error, por mínimo que sea.

Con frecuencia se piensa que los médicos tienen una de las profesiones más complicadas, en cuanto a decisiones éticas se refieren, y lo es en efecto, porque tienen vidas humanas en sus manos. Sin embargo también hay muchas otras profesiones que tienen una gran cantidad de vidas humanas bajo su responsabilidad, incluso cientos en un instante, y no estamos muy conscientes de ello, como los controladores de vuelo en los aeropuertos. En algunas profesiones dicha responsabilidad es eventual, pero en otras el peso de velar por la vida de otros es algo cotidiano, esto sucede en las minas. Lo importante es que quien tenga ese compromiso esté consciente de ello.

Cada responsable de una cuadrilla en una mina dará cuenta por cada persona que entra: entra completa, completa debe salir.

Estoy casada con un Ingeniero Geólogo, Oscar, quien ha trabajado durante años en el gremio minero. Es muy responsable y cuidadoso; afortunadamente ha sido eventual el que padeciera algún accidente, él o su equipo de trabajo. Hace algunos años enfrentó una lamentable situación. Al ir saliendo de una mina, caminaban varios en dos grupos dispersos, iba él en el primero, no más de dos minutos atrás caminaba el segundo grupo. Cansados, sudorosos, había concluido la jornada. Pasó el primer grupo por un punto en particular, y apenas habían dado unos cuantos pasos y un sonido estremecedor golpeó sus espaldas. Como en un parpadeo sobre del segundo grupo cayó un bloque de roca del cielo de la mina. Algunos corrieron pero dos cuerpos yacían bajo los escombros, el desconcierto se hizo presa de todos.

Se suponía que esa área por donde transitaban era una zona segura, pero lo cierto es que por mucho que se ajusten las conductas y las estructuras a las normas de seguridad una mina jamás será un sitio ciento por ciento seguro.

En la mayoría de las empresas mineras el color del casco, por sí mismo, implica un código o un rango. Los ingenieros usaban en ese momento un casco blanco, el responsable de la cuadrilla completa: Oscar portaba el casco blanco. En segundos que pacerían horas sintió que veinte mil pensamientos se agolpaban en su mente. Además de las decisiones que tenía que tomar, por su propia seguridad, tuvo que pensar en la del resto; sumado a ello tenía que dominar sus sentimientos ante una contingencia tan terrible. Algunas voces apuraban a ir por los caídos, el caos se apoderaba del grupo, Oscar trató de alzar la voz: “¡Rivas, la luz al cielo!”

Titubeos, ninguna acción concreta.

Con mucha más energía Oscar insistió: “¡Rivas la luz al cielo!¡Todos revisen el paso!”

Rivas y los demás orientaron sus lámparas al cielo de la mina. Las luces alumbraron la zona de donde se había desgajado la roca. Oscar visualizo dónde se había desprendido la roca y después revisó todo el entorno. Después dio la orden: “¡José, las camillas!”, y se dirigió a los caídos. Los demás lo siguieron.

Todos eran un manojo de nervios. No era para menos. Uno de los mineros caídos falleció.

Un incidente de este nivel implica una vasta investigación. Una de las líneas que se siguió fue precisamente reconstruir el caótico y mortal acontecimiento y valorar las instrucciones que se dieron, y las que se siguieron. Algún trabajador aventuró la posibilidad de negligencia por parte de Oscar, porque no dio de inmediato la orden de ir por los caídos; otro secundó que quienes permanecieron parados junto a él debían haber ido por los caídos de inmediato, con o sin orden. Ninguno de ellos dos consideró que la instrucción tenía un sentido mucho más profundo, que en ese tipo de contingencias es parte de un procedimiento: primero había que establecer por qué cayeron las rocas, y si seguirían cayendo; si el terreno presentaba alguna fractura, o si no había suficiente soporte del macizo rocoso, porque en cualquier circunstancia en la que se esperara otro desprendimiento de roca la instrucción era que todos salieran, antes de que alguien más arriesgara la vida en un sitio de evidente riesgo mortal. En un caso así, dado que ya no es posible eliminar el daño que provocó el accidente, su impacto debe minimizarse y evitar que afecte a más trabajadores, sobre todo, la prioridad es preservar la integridad y la vida de los restantes.

Finalmente después de una ardua investigación se concluyó que se siguieron los pasos correctos en un acontecimiento tan lamentable como el ocurrido.

Este proceso que puede identificarse con una acción conductista y un discurso instruccional acorde se fundamenta en profundísimas raíces humanas, casi pueden ir más allá, en otros animales: la confianza. No es sencillamente que se escuche el sonido de una campana y se produzca salivación.

Rivas (como los demás), con lustros de trabajo en la mina, no tenía cabeza para pensar, es lógico estaba aturdido por lo ocurrido, pero confió (casi se diría que inconscientemente) en que Oscar sí tenía cabeza para pensar, y pensar bien, y sobre todo, que le indicaría los pasos a seguir para su propia seguridad… porque era el del casco blanco, un código bien establecido. La confianza del grupo estaba deposita en alguien que debía saber qué hacer, y en efecto los hechos lo demostraron.

Esto es lo clave que se deriva de esta disertación: entregamos nuestra propia seguridad en manos de quien consideramos que sabe lo que nosotros no sabemos, en determinadas circunstancias, por nuestro propio bien.

El Dr. Carlos López Beltrán llama a esto “delegación epistémica”. Un título un tanto complejo para un hecho perenne en la humanidad, y que en resumidas cuentas es sencillo: yo me pongo en las manos de aquel en quien confío porque tiene mejores y más vastos conocimientos sobre lo que en ciertas circunstancias es mejor para mí. No es tanto la conducta infantil de un niño que sigue a pie juntillas las órdenes de su madre, es más bien lo que cualquiera de nosotros hace frente a un médico; no obstante uno tenga el padecimiento y el dolor, confiamos en que el médico sabrá por qué me duele y también hará lo conducente para remediarlo. Pero es muy distinto tratar una situación programada en un consultorio médico que una alarmante contingencia cuando menos se espera.

No todos tenemos los nervios de acero para ciertas profesiones, como los mineros. En alguna ocasión conocí a la esposa de Rivas. Muy agradecida comentaba que ella prefería que su esposo estuviera en el grupo de trabajo de Oscar, porque sabía que regresaría completo, y bien… ¡qué entrañable cumplido… sobre todo para Oscar!

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