Casi siempre su atuendo era informal, de camiseta y pantalón de mezclilla, y lucía una melena, que sólo cortaba una vez al año, el día del cumpleaños de su madre, decía que ese era su regalo para ella. Sus camisetas eran extraordinarias. En una ocasión, de un congreso en Alemania, llegó con una puesta que ilustraba todos los fenómenos astronómicos, y nos explicó en la oficina, señalando en la imagen de la camiseta: “Aquí hay una supernova; aquí una estrella binaria; aquí una enana blanca”… hasta que llegó a la barriga y exclamó: “¡Y esto es una muestra de la expansión del universo!”.
Era una extraordinaria atmósfera de trabajo, porque se trabajaba, ¡y mucho!; donde siempre existió la comunicación y colaboración franca y honesta entre todos los integrantes del pequeñísimo grupo.
El Dr. Herrera era muy observador con respecto al carácter y gustos de cada persona, todas las personas, desde quienes limpiaban las oficinas hasta el cónsul de alguna embajada; sabía cómo atenderlos e interactuar con cada uno de acuerdo a la ocasión. Siempre traía a todas las integrantes de su equipo algún detalle de sus viajes, el obsequio perfecto. Conservo con aprecio unos aretes fabricados con lava del volcán Etna, argumentó que era el regalo ideal para una mujer a quien le encantaban los aretes y la geología.
El último día que estuvo en la oficina dejó todo atendido, porque saldría de viaje, a una presentación de su padre, el director de orquesta, compositor, pianista y violinista, Luis Herrera de la Fuente. Era un día tan agitado como cuando empezaba la temporada de béisbol y dejaba todo arreglado con tiempo para asistir a los juegos: “Libia, hay que cerrar el abarrote temprano”, decía.
Aquel lunes que no llegó a la oficina fue un día extraño. Casi siempre llegaba entre ocho y nueve de la mañana. Al medio día aún no había llegado. Nunca volvió a abrir el abarrote.
En el recuento de los hechos históricos existen pocos seres humanos que por sí mismos hayan causado alguna mella especial en el devenir de ciertos acontecimientos, aún dentro de un grupo o gremio bien definido y acotado. Miguel Ángel Herrera Andrade con seguridad fue uno de esos seres humanos, su presencia, pero sobre todo, su ausencia, durante un proceso coyuntural dentro de la divulgación científica en la UNAM y en México, marcó el devenir de la historia reciente de este gremio. La mayoría de los divulgadores científicos de la UNAM coincidirán en afirmar que si no hubiera muerto otra sería nuestra historia.
Miguel Ángel Herrera Andrade murió junto con su esposa en un accidente de carretera el 29 de julio de 2002.
Algunas semanas después se le brindó un homenaje en el auditorio de Universum, el Museo de las Ciencias. Una sola persona no ha reunido nunca a tanta gente, de todos los niveles sociales, de todos los gremios… todos amigos y admiradores de Miguel Ángel Herrera, incluso estaba ahí su voceador de confianza, quien le vendía el periódico todos los días.
A nueve años de su muerte existe un aula con su nombre en la Dirección General de Divulgación de la Ciencia y un premio que otorga la Sociedad Mexicana de Divulgación de la Ciencia y la Técnica; y hay un gran hueco que nadie ha llenado en la divulgación de la ciencia en México.
(En la foto, de izquierda a derecha: Ignacio Castro, Juan José Rivaud Morayta (1944-2005), Alexandra Sapovalova, Miguel Ángel Herrera Andrade (1944–2002) y Verónica García. Yo estoy detrás de la cámara).